“Lavado verde” es un término relativamente nuevo para describir las afirmaciones falsas y engañosas de que un producto o una práctica comercial tiene beneficios para el ambiente. La cuestión es que las compañías pueden anunciar sus esfuerzos como «verdes» mientras continúan con diversas actividades rentables que los ambientalistas consideran «perjudiciales», engañando al sistema y lucrándose a costa de consumidores bienintencionados y con mentalidad sostenible.
El término fue acuñado hace cuarenta años por un estudiante en respuesta a un hotel que quería que los clientes reutilizaran las toallas de sus habitaciones para salvar el ambiente y ahorrar dinero al hotel.
Empecemos con la idea de que los seres humanos están motivados para alcanzar sus objetivos, lo que es cierto tanto si eres una Madre Teresa, un CEO corporativo o un heroinómano. Esto incluye incluso a los bienhechores ambientales.
En palabras de los economistas convencionales, todo el mundo quiere maximizar su utilidad (sea cual sea su definición) y minimizar sus costes. La utilidad, los ingresos y los buenos sentimientos se contraponen al trabajo, los gastos y el esfuerzo psíquico. No importa cómo o qué se mida, la diferencia entre los costes y los beneficios puede denominarse beneficio, ya sea psíquico o material.
Las personas preocupadas por el ambiente han presionado mucho a las compañías —las han empujado, las han boicoteado y han cambiado sus dólares por compañías con perfiles verdes, como Patagonia. Esas personas también han presionado a los políticos para que «hagan lo correcto».
Los grupos de intereses especiales también han presionado a los políticos. Las burocracias gubernamentales y las organizaciones no gubernamentales también han creado presiones ideológicas adicionales en forma de propaganda, pseudociencia y burocracia para impulsar la agenda verde.
Por supuesto, no toda la ciencia ambiental está equivocada, pero nadie puede negar que los científicos ambientales han falseado sus datos y se han revelado como un grupo sesgado y poco científico, sobre todo los que dependen de las asignaciones gubernamentales para investigación.
Los científicos de la industria también tienen una agenda «verde», pero se basa en lo que quieren los consumidores y en satisfacer mejor esa demanda. Estos científicos quieren obtener más electricidad de cada trozo de carbón. Intentan conservar los recursos y minimizar los costes de todos los productos con los que trabajan.
Por eso se oye a muchos economistas de la escuela austriaca describirse a sí mismos como «conservacionistas» en lugar de «ambientalistas». El libre mercado es el que mejor conserva y asigna los recursos escasos.
Las desviaciones de esta agenda de conservación basada en la demanda perjudican a consumidores, negocios, el empleo, pensiones y, muy a menudo, también al ambiente.
Esas pérdidas y daños son difíciles de ver, pero imaginemos una situación hipotética en la que los iPhones de Apple han estado emitiendo un contaminante tóxico que acaba provocando ceguera. Incluso en ausencia de demandas, ¿qué podría pasar con el precio de las acciones de Apple cuando se revele esa información? ¿Funcionan los incentivos para proteger al consumidor la mayoría de las veces? Por supuesto.
Los negocios han visto su agenda de lucro genéticamente modificada por la «agenda verde». Los ambientalistas pueden ver el lavado verde, pero no pueden ver el daño que la agenda verde hace al ambiente.
La causa directa de esta mutación son las regulaciones, los impuestos punitivos, las políticas ambientales, sociales y de gobernanza, y otras medidas contundentes diseñadas para proteger el ambiente pero que, en última instancia, promueven el desvío de recursos en direcciones ineficientes. También son las causantes del «lavado verde». Por tanto, los negocios sí están «jugando con el sistema». Intentan lucrar en un entorno inundado de restricciones verdes montando un espectáculo verde, pero no es necesariamente bueno para el ambiente.